A CADA SANTO UNA VELA
Dr. Hernán Sudy Pinto
Para los católicos medievales, cada enfermedad poseía su santo patrón, en forma parecida a lo que ocurría en la Roma clásica en que cada padecimiento tenía su dios protector. La superstición hacía creer a las gentes que cada uno de estos santos tenía poderes para mandar la enfermedad, tanto como para curarla.
San Valentín, además de su intercesión a favor de los amantes en primavera, prestaba especiales cuidados a los epilépticos. En el libro The Popish Kindom publicado en 1570 se señala: “Además San Valentín a quien de su poder duda le envía el mal caduco, pero ayuda a quien a él se aclama”.
La asociación de un Santo con una cierta enfermedad venía determinada, por regla general por la forma en que aquel moría. Santa Ágata tuvo que sufrir terribles tormentos antes de morir: le cortaron los senos, cosa que hizo que todas las enfermedades de las mamas quedasen bajo su patronazgo, llegando posteriormente a ser la protectora de los lactantes. Santa Apolonia tuvo que sufrir el que le rompiese la mandíbula y le extrajesen todos los dientes, lo cual hacía que se dirigiesen a ella las plegarias para aliviar los dolores de muelas. En las pinturas se la representa con un diente o un par de pinzas en la mano para quitar la pieza doliente. Es también la santa patrona de los odontólogos
Santa Ana tiene un efecto oxitócico puesto que ayuda en el parto y el alumbramiento, mientras que San Antonio de Padua es invocado en los casos de esterilidad. San Andrés Avelino previene las muertes repentinas. San Benito actúa contra los venenos y en la antigüedad protegía de la lepra, por lo que todos estos enfermos estaban obligados a usar su hábito. San Blas era el encargado de aliviar las anginas y molestias de la garganta. San Huberto se las tenía que batir nada menos que contra la hidrofobia que trasmitían las mordeduras de los perros. San José procuraba una buena muerte, una eutanasia, en el sentido original y virginal de esa palabra. De los casos desesperados se encargaba San Judas Tadeo, mientras Santa Lucía protegía y curaba las enfermedades de los ojos y hacía recuperar la vista perdida. Cuando la ceguera era definitiva, Santa Odilia se hacía cargo de los ciegos mientras San Francisco de Sales protegía de las enfermedades del oído y de la sordera. Santa Margarita velaba por el buen desarrollo del embarazo hasta su término, dejándole el parto en manos de Santa Ana. San Mauricio aliviaba los dolores y las deformaciones producidas en las articulaciones por la artritis. San Roque mejoraba las enfermedades cutáneas, lo que llevó a poner su nombre a las salas del hospital que atendían dermatología. El pobre y andrajoso Lázaro, cubierto de llagas, protegía de las enfermedades infecciosas, lo que llevó a poner el nombre de Lazaretos a los hospitales ubicados fuera del poblado, donde hacían cuarentena los enfermos que venían de lugares infectados o sospechosos de enfermedades contagiosas; en Chile se le dio este nombre a los hospitales que acogían a los infectados de viruelas.